El 22 de noviembre de 1955, dos meses después del derrocamiento de Perón, el cuerpo embalsamado de «Evita» fue robado por un comando del Ejército del sitio donde reposaba, en el edificio de la CGT / Esa noche se inició una secuencia pavorosa de ocultamiento y vejaciones / Una historia de repercusión mundial que hasta el día de hoy aún plantea interrogantes.

FUENTE: EDITORIAL PERFIL

La realidad supera a la ficción es una frase hecha que si pudiera preservarse para un sólo hecho, tal vez lo merecería esta historia.

Un coronel al frente de un comando armado, en una noche oscura, se apodera de un cadáver embalsamado y lo guarda en la caja de una camioneta, que estaciona sin saber exactamente qué hacer, o adónde ir. De pronto aparecen unas flores, velas, unas ofrendas, y lo que se inicia es un suplicio repleto de escalas siniestras, como la del militar enajenado que creía estar pegándole un balazo a unos «invasores», o quizá a un fantasma, cuando en realidad estaba matando a su mujer embarazada.

Por algo Tomás Eloy Martínez, con todos los datos a disposición para escribir un libro de historia, prefirió que Santa Evita fuera una semificción.

“La historia argentina es tan increíble que es mejor narrarla como novela”, explicó el escritor. Era un concepto general, pero se aplicaba fuertemente al caso.

Fue un calvario (¿hay otra palabra «mejor» que “calvario”?) que se terminó 19 años después, cuando los restos de Eva Perón, que habían cruzado el océano, volvieron a cruzarlo en el sentido contrario para retornar el mismo día en que alguien cargó otro ataúd en otra camioneta que dejó estacionada en otra calle de la misma ciudad. Lo llamaron «el día de intercambio de cuerpos«.

Esa parte final de la secuencia respondía a un plan organizado. Un cadáver devuelto a cambio del cuerpo retornado. El cuerpo del supresor, robado unos días antes,era la prenda de cambio para recuperar el cuerpo de la persona a quien había intentado suprimir de la existencia eterna.

Esta es una nota de efemérides y la fecha que se cumple es la del 22 de noviembre de hace 70 años. Dos meses antes, los insistentes complotados habían conseguido sacar a Juan Domingo Perón del poder. El primer presidente del gobierno golpista, Eduardo Lonardi, había durado poco. Su frase “ni vencedores ni vencidos” le había costado cara. Pedro Eugenio Aramburu lo había suplantado para llevar adelante el “operativo venganza”, que significaba el borramiento, hasta del habla, de todas las referencias al peronismo.

En concreto, el régimen prohibió al Partido Peronista y encarceló a todos los exfuncionarios y colaboradores que pudo. Además de cerrar la Fundación Eva Perón, tirar abajo las estatuas del frontispicio de la sede (cedida a la Facultad de Ingeniería) y desmantelar la Ciudad Infantil, la mini urbe en escala pequeña que alojaba a niños huérfanos o sin contención familiar.

Como parte del mismo procesos de “desperonización”, más adelante fue demolida la residencia presidencial de la Recoleta, el sitio donde había muerto Evita. Antes, no se habían perdido la oportunidad de usarla como el escenario de un show político que consistió en exhibir al público el guardarropas y los autos de Perón y la joyas y los vestidos de su esposa fallecida.

Pero lo “peor”, o lo más difícil, era ese cuerpo conservado en el edificio de la CGT, “la obra maestra del doctor Pedro Ara”, como se suele escribir. Clausurada la central obrera, el presidente Aramburu decidió que era perentorio “deslocalizar” esos restos. Y lo primero era sacarlos de ahí.

“Mi problema no son los obreros. Mi problema es ‘eso’ que está en el segundo piso de la CGT”, se lo escuchó decir en esas horas al subscretario de Trabajo del gobierno de facto, Manuel Raimundes.

Lo primero que hicieron los militares fue verificar que se tratara de Eva y no de una muñeca de cera, como se rumoreaba. «Para averiguarlo nombraron una comisión de médicos notables. Los notables le extrajeron un pedazo de tejido de la oreja izquierda para el examen histológico y le cortaron un dedo para la huella digital», cuenta el documental Evita- La Tumba sin Paz, realizado por Tristán Bauer, Esas fueron las primeras mutilaciones que sufriría el cadáver.

Y en la noche del 22 de noviembre de 1955, cuando para Perón transcurría la parte panameña de su exilio, se inició una secuencia verdaderamente siniestra.

El coronel Carlos Eugenio Moori Koenig, jefe del Servicio de Información del Ejército, entró al edificio de Azoprado secundado por un grupo de hombres con ametralladoras y robó el cuerpo de Eva Perón.

Lo puso en un ataúd común, en la caja de un furgón de florería.

El camión quedó estacionado en una calle y apareció una pequeña ofrenda con unas flores y una vela. Esos homenajes se repitieron.

Versiones sostienen que uno de los integrantes de la escuadra, Antonio Arandia, se ofreció para esconder el cuerpo en su propia casa, en la avenida General Paz al 500. Que lo depositaron en el altillo y que del pavor Arandia dormía con una pistola debajo de la almohada. Una noche escuchó ruidos y sospechando que era un comando peronista que venía a recuperar el cuerpo, terminó matando de un balazo a su mujer embarazada.

Moori Koenig entonces llevó el cuerpo de Eva a su despacho, en Viamonte y Callao, el mismo edificio donde años después la última dictadura organizó las acciones del Terrorismo de Estado. Según la reconstrucción del historiador Joseph A. Page en la biografía Perón, el cadáver estaba embalado en un cajón con el cartel “equipo de radio”.

Moori Koenig solía mostrárselo a quienes lo visitaban en su oficina. María Luisa Bemberg, la cineasta, fue una de las personas que lo vio. Horrorizada, se lo comentó al capitán de navío Francisco “Paco” Manrique, que era su amigo. Así se enteró Aramburu, quien, dicen, estaba convencido de que el cadáver había sido enterrado en alguna parte.

El coronel que había robado el cuerpo fue apartado de su cargo y reemplazado por su par Héctor Cabanillas. La instrucción fue que, ahora sí, debían darle “cristiana sepultura”, pero no podía ser en un lugar accesible, para no motivar las peregrinaciones. El peronismo debía ser “borrado” y ese cuerpo, escondido.

Cabanillas entonces organizó el «operativo traslado«. Con el nombre falso de María Maggi de Magistris, una supuesta inmigrante italiana, Eva Perón fue sepultada en el cementerio de Musocco, en Milán, Italia, donde permaneció durante 14 años.

Cabanillas también fue el encargado del “operativo retorno”, o al menos de la primera fase. Fue él quien, en septiembre de 1971, se ocupó de exhumar el cuerpo y llevárselo a Perón a la residencia de Puerta de Hierro, en Madrid, donde el expresidente vivía con su tercera esposa, Isabel Perón.

El cuerpo tenía golpes y mutilaciones: las marcas evidentes de las diversas vejaciones de los responsables del secuestro a lo largo de los años.

Fue precisamente Isabelita quien cerró el círculo al repatriar el cuerpo, en 1974, cuando su esposo ya había muerto.

Sucedió un 17 de noviembre, a dos años del primer regreso de Perón.

Fue el día del «intercambio de cuerpos». El de Eva, para ir a descansar a la residencia de Olivos, junto a Perón. Y el de Aramburu, que esa misma mañana los Montoneros dejaron en una camioneta, después de haberlo robado del cementario de la Recoleta para presionar por el regreso del cuerpo de Eva.

Ya en la dictadura, el marino Emilio Eduardo Massera fantaseó con tirar el cadáver de Evita al mar, como hizo con tantos desaparecidos. La misma idea ya la habían tenido sus pares de armas hacía más de 20 años. La otra opción había sido prenderlo fuego. Finalmente, accedieron al pedido de las hermanas y el cuerpo fue alojado en la panteón familiar en la Recoleta, donde sigue hoy, no tan lejos de la tumba de Aramburu.

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